Kent Bowker respiró hondo. Sabía que estaba frente a una oportunidad única. Quería mostrarle al mundo que Estados Unidos podía volver a autoabastecerse de energía. Todo gracias al gas y al petróleo escondidos en las burbujas microscópicas de la roca Barnett, hundida 2.300 metros bajo el suelo del norte de Texas.
Bowker no había transitado nunca los pasillos del Capitolio, donde el presidente Bill Clinton acababa de zafar de la destitución por el escándalo Lewinsky. Tampoco estaba demasiado al tanto de la invasión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a los Balcanes, que mantenía ocupado a mediados de 1999 al establishment político estadounidense. Era un geólogo texano simplón, campechano y con sobrepeso, que acababa de renunciar a Chevron desencantado por el desmantelamiento de su equipo de «gas no convencional», al que algunos de sus ejecutivos se referían con sorna como «gas no comercial». Faltaba apenas una década y media para que la misma multinacional desembarcara en Argentina como la principal socia de YPF (51% estatal) en Vaca Muerta, el mayor reservorio de hidrocarburos no convencionales en explotación fuera de Norteamérica.
La empresa a la cual Bowker recién entraba a trabajar, Mitchell Energy, había apostado sin éxito desde principios de los 80 a extraer gas de formaciones shale como la Barnett. Aunque acababa de conseguir resultados sorprendentes en un par de pozos experimentales gracias a un cambio accidental en el fluido que usaba para fracturar la roca, sus acciones caían en picada en Wall Street. Los inversores empezaban a impacientarse ante sus masivas adquisiciones de campos que permanecían improductivos porque costaba perforar tan profundo, destruir las miniburbujas y extraer el gas que tanto necesitaba la superpotencia, al borde de otra crisis. El barril de crudo tomaba carrera para su salto más pronunciado de la era de los combustibles fósiles, mayor incluso que el posterior a la crisis del petróleo de 1973. Pero todavía cotizaba por debajo de los 20 dólares. Ninguneados durante décadas, los especialistas que advertían sobre el inminente agotamiento de la savia del capitalismo empezaban a aparecer en los diarios y la televisión.
Bowker, un rubio alto y simpático, de vestir tradicional y lentes redondos sin marco, cumplidor con el trabajo pero amante del descanso, no tenía mucho margen de error. Sabía que para convencer al país y al mundo de que ahí había un tesoro, antes tenía que persuadir a la plana mayor de Mitchell de doblar su apuesta por esa roca. Si no, lo iban a congelar como en Chevron. La mayoría del directorio no compartía el entusiasmo del viejo George Mitchell, un magnate obsesionado con volver a sacar de las entrañas de Texas la energía que el Tío Sam ahora tenía que ir a buscar a tierras lejanas y hostiles como las de Medio Oriente. Kent ya se había ganado enemigos poderosos en el directorio, incluido al nuevo CEO de la compañía, por haberles dicho que estaban equivocados, que la Barnett tenía más gas de lo que ellos mismos creían, y que él podía contarles lo que había aprendido en Chevron.
la revolución del shale.
—Aquí hay cientos de años de gas. Ya nunca más el gas va a ser caro. Si baja mucho el precio, bajará la perforación, pero después volverá a subir el precio por esa eventual baja. El autoabastecimiento de petróleo es más difícil, pero el de gas está garantizado —se jacta sin exagerar este geólogo pionero del shale de 59 años. Sabe que Estados Unidos se reinventó en el último lustro y se siente en parte responsable del giro, con esa mezcla de orgullo y prepotencia tan propia de muchos petroleros.
Aquel día de la primavera boreal de 1999, tras un año de cuentas y mediciones, Bowker subió al salón de conferencias del quinto piso del cuartel general de la compañía para enfrentar al directorio, encabezado por el propio Mitchell y su hijo Todd. Sintió la mirada hostil del CEO, Bill Stevens, que venía de ExxonMobil y pasaba sus horas buscando la forma de sacar a Mitchell de su obstinación por las profundidades de Texas y convencerlo de ir a perforar a África, como hacían las majors. Empezó a exponer sus cálculos en lenguaje técnico hasta que Mitchell lo interrumpió para preguntarle cuánto gas realmente había debajo de los miles de acres que había alquilado durante años y que se había comprometido a alquilar por muchos más. Entonces el geólogo pidió una calculadora y tras un minuto que duró una eternidad dijo:
—185.000 millones de metros cúbicos de gas en cada milla cuadrada del área.
Era más de cuatro veces lo calculado hasta entonces por la empresa. El veterano Mitchell le respondió con una gran sonrisa y ordenó que alquilaran más acres —medida usada en la industria petrolera equivalente a 0,4 hectáreas— en Barnett. El mapeo de Bowker fue la chispa que encendió la revolución del shale en Texas.
Estados Unidos inició su revolución del shale que lo convirtió en 2014 en el primer productor mundial de todos los hidrocarburos, por encima de Rusia, y que le ha permitido conseguir el autoabastecimiento de gas y soñar con el de petróleo, porque transformó esos recursos conocidos desde hace décadas en reservas.
Por un lado, bajó los costos para extraer el crudo y el gas de esquistos bituminosos, que son esas rocas arcillosas como las que exhibe Bowker, el geólogo que mensuró Barnett. Básicamente se combinaron dos técnicas ya conocidas en la industria: el fracking y los pozos horizontales, que se diferencian de los tradicionales que se perforan en forma vertical. Por otra parte, el precio interno del gas en Estados Unidos y la cotización internacional del petróleo subieron tanto en los años 2000 que se justificaron las inversiones en hidrocarburos no convencionales, que son de dos a cinco veces mayores a las requeridas en pozos convencionales.
Aquellas declaraciones ocurrieron antes de que los sauditas emprendieran una ofensiva en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) para sobreabastecer el mercado y bajar el precio del barril, lo que numerosos analistas internacionales interpretaron como un intento de dejar fuera de combate a nuevos competidores, como los frackers de Estados Unidos. Este cartel clave para la definición del precio del barril está integrado por 12 países. Además de Arabia Saudita, lo forman Argelia, Angola, el Ecuador de Rafael Correa, Irán, Irak, Kuwait, Libia, Nigeria, Qatar, los Emiratos Árabes donde trabaja Diego Maradona como embajador deportivo y la Venezuela de Nicolás Maduro.
También hay quienes sostienen que la propia superpotencia estuvo detrás de esa rebaja del 46% en 2014, desde los 98 dólares por barril a los 53. Era un bajón dañino para su revival petrolero, pero aún más para países que la enfrentan en la arena diplomática, como Rusia o Venezuela. Dentro de la OPEP, los intentos venezolanos por concertar un recorte de la producción para sostener la cotización resultaron vanos frente al poder de Arabia Saudita, aliada de Estados Unidos (aunque también acusada de ser fuente de financiamiento del terrorismo islámico fuera de sus fronteras).
Si el shale de Estados Unidos quedaba herido por el abaratamiento del petróleo, ¿qué sería de Vaca Muerta? Por un lado, el gobierno de Cristina Kirchner impuso un precio interno del barril que a principios de 2015 costaba 77 dólares en Neuquén, casi un 60% más que en el mercado internacional, con el fin de incentivar la inversión. Solo aceptó una rebaja del 5% para aliviar el precio de los combustibles en medio de una inflación anual del 37,3% en 2014, según las agencias provinciales de estadística. Por otro lado, el precio del gas, que no fluctúa como el del petróleo pero compite con él en el mercado de combustibles, también fue fijado por el gobierno argentino a un valor considerado alto por las petroleras. Esa cotización está además subsidiada por el Estado.
En la sede del IAPG en pleno centro porteño, en la calle Maipú, con la presentación de Power Point que repite y actualiza para mostrar también a políticos de diversas ideologías, López Anadón prefiere comparar Vaca Muerta con Loma La Lata, el yacimiento de gas convencional de la provincia de Neuquén que llegó a contar con la mitad de las reservas de Argentina. A partir de su desarrollo en los 70, Loma La Lata permitió una mayor oferta de gas en la matriz energética argentina, con la que se reemplazaron combustibles líquidos como insumo para centrales eléctricas, se expandió el polo petroquímico de Bahía Blanca —donde están las plantas de la belga Solvay Indupa, de la norteamericana Dow, Mega (de YPF, Dow y la estatal brasileña Petrobras) y Profertil (de YPF y la canadiense Agrium)— y se creó uno de los mayores parques automotores a gas natural comprimido (GNC) del mundo. Aún hoy, y aunque el gas ya no abunde como hasta fines de los 90, dos de los trece millones de vehículos que circulan en el país lo hacen a GNC.
Vaca Muerta tiene recursos por 308 billones de pies cúbicos (TCF, por sus siglas en inglés) en una superficie 100 veces mayor a Loma La Lata. López Anadón especula con que si un décimo de esos recursos se transforma en reservas, significará que Argentina contará con el triple del gas que le proveyó Loma La Lata, cuya producción está en declive. Tres veces Loma La Lata sería mucho, suficiente para recuperar el autoabastecimiento y hasta para volver a exportar —si así lo decidieran los gobernantes de turno— pero no llegaría a la mitad de Arabia Saudita.