Cuando a principio de año murió Néstor Feminía por desnutrición en Chaco, el oficialismo intentó presentarlo como una excepción. Ahora se conoce el caso de Marcos Solís, en Salta. Ambos compartían dos características: vivían en una comunidad originaria y sufrían de desnutrición. No se trata de una casualidad excepcional. Según la Encuesta Materno Infantil de Pueblos Originarios (EMIPO) del Plan Nacer, realizada en 2010, el 81,3% de las madres de menores de seis años afirmó que sus hijos ingieren sólo una comida diaria. En estas condiciones de hambre, cualquier afección, hasta una pequeña gripe, puede tener consecuencias graves. Y no es extraño que proliferen enfermedades como la diarrea en comunidades que muchas veces carecen de servicios básicos como el acceso al agua potable.
Tenemos que preguntarnos quiénes conforman los "Pueblos Originarios" para entender por qué suelen concentran los peores índices sociales. Es una idea común distinguir las formas de vida de estas poblaciones del resto de la sociedad, marcando una distancia cultural. Esta visión conservadora, avalada por el grueso de la producción antropológica, es la preferida de los funcionarios como Diana Conti, que pretenden deslindar responsabilidades en los casos de muerte como la de Néstor Feminía. Para ella, la culpa es de los padres por su rechazo de la "vida occidental" y, sobre todo, por no adherir al kirchnerismo. Así, en Chaco, por ejemplo, cada vez que se entregan viviendas para los "aborígenes", se destaca el hecho de que han sido construidas "respetando sus usos y costumbres".
Básicamente, eso significa entregar casitas de material con las mismas características de los ranchos de tierra: diminutas en relación al tamaño de las familias, sin baño ni cocina incorporadas. En ese sentido, el "multiculturalismo" es un mecanismo eficaz para abaratar los gastos estatales destinados a asistir a esta población. Esa misma idea, la construcción del indígena como un otro exótico, también es reforzada por la dirigencia indigenista, que siempre resalta la necesidad de recuperar el monte para desarrollar su forma aparentemente particular de vida: Félix Díaz y su insistencia en que "el monte es nuestro supermercado, nuestra farmacia", incurre en un error peligroso.
Sin embargo, cuando uno se detiene a analizar las formas concretas de reproducción de esta población, se observa que detrás del "indígena" se oculta a una de las fracciones más pauperizadas de la clase obrera argentina. Es decir, se trata de sujetos plenamente incorporados al sistema capitalista bajo la forma, actualmente, de obreros desocupados. Este proceso de proletarización no es un fenómeno reciente. Las diferentes comunidades indígenas sufrieron la destrucción de su economía y su incorporación como fuerza de trabajo asalariada. Entre las formas que tomó el avance del capital, la producción algodonera fue la que requirió gran parte de la fuerza de trabajo indígena, como obreros transitorios para las tareas de cosecha.
Esta actividad inició su ciclo expansivo a mediados de la década de 1920. Pero desde la década del '70 en adelante, la actividad entró en una crisis que no se revirtió. El repunte que tuvo la actividad a mediados de los noventa fue de la mano de la mecanización de la cosecha, lo que redundó en la eliminación masiva de puestos de trabajo, que no pudo ser contrarrestado por el avance sojero, que demanda una cantidad insignificante de fuerza de trabajo: mientras la cosecha manual de algodón en Chaco demandaba 150 horas de trabajo por hectárea al año, la soja requiere de 4 horas de trabajo por hectárea al año.
De esta forma, toda esa masa de población obrera, históricamente insertos como trabajadores rurales transitorios, en la actualidad logra sobrevivir a duras penas en base a la percepción de planes sociales de asistencia o, en menor medida, con changas o algún empleo estatal precario. Aquellos que no han migrado hacia las ciudades y sus periferias, y todavía se mantienen en los espacios rurales, son los que el imaginario popular asocia inmediatamente con el "indígena ideal" del monte. Son los que se encuentran en las peores condiciones de vida, no por supuestas pautas culturales extrañas, sino por su condición de población sobrante para el capital. Es decir, una población que no tiene acceso a un empleo, o si lo tiene éste no le garantiza condiciones para reproducir su vida normalmente porque resulta excedente a las necesidades de acumulación del capital.
Dado que sus condiciones de vida no son producto de pautas culturales ahistóricas, es necesario reclamar por su mejora. Las medidas necesarias para mejorar la vida de esta población, no solo en cuanto a su alimentación sino también a la vivienda e infraestructura básica como acceso al agua potable, a la salud y a la educación, son sencillas. Bastaría con brindarles un trabajo que les garantice un ingreso que les permita sostener un nivel de vida digno. Si esto último no fuera posible en lo inmediato, se debería asignar un subsidio al desocupado igual a la canasta básica. Con un año de Fútbol para todos se podría hacer una revolución social en estas provincias. No estamos hablando de mandar un cohete a la luna, sino de algo tan elemental como garantizar condiciones de vida digna. Se debe insistir en la condición obrera de esta población. Así, la tarea política que se impone es superar la fragmentación en el interior de la misma clase obrera. Es decir, la necesidad de organizar a todos los obreros desocupados y subocupados de estas provincias, junto a los trabajadores ocupados, estatales o privados.
Las miserables condiciones de vida de esta población rural no están marcadas por su situación de excluidos. Por el contrario, son la manifestación del pleno desenvolvimiento de éstas, que integran a esta fracción de clase, en tanto población sobrante para el capital. Estos casos de desnutrición que constantemente se reactualizan, no constituyen un hecho anómalo o casos aislados como intentó explicar Capitanich, sino que son consecuencia del normal funcionamiento de las relaciones capitalistas. Lo que está en marcha es un genocidio en cámara lenta.
El autor es Licenciado en sociología, becario doctoral de Conicet e integrante del CEICS.