Un joven panelista de un programa de actualidad dijo esta semana que sólo Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner "enfrentaron" a los militares.
Por otro lado, un fiscal advirtió hace poco: "Ojo, los pibes de hoy creen que la dictadura terminó en 2003".
Son dos afirmaciones que permiten medir hasta qué punto, con todo lo ignominiosas que son, las malversaciones de fondos que salpican a la Fundación Madres de Plaza de Mayo o la transformación de la bandera de los desaparecidos en un cómodo medio de vida para un colectivo cada vez más amplio, entre otras desviaciones, no constituyen el más grave "curro" de los derechos humanos.
La promesa del precandidato presidencial Mauricio Macri de acabar con "el curro de los derechos humanos" parecía aludir esencialmente a esos bastardeos.
Pero el verdadero "curro" estuvo en la impostura. En el relato.
En el oportunismo de un gobierno que abrazó la causa por conveniencia y que, basándose en logros ajenos sin los cuales no hubiera podido hacer lo que hizo, se dedicó a negarlos y a instalar la idea de una "Argentina hora cero" en la materia.
La realidad es que en el país rigen las garantías y las libertades individuales desde el primer día de la restauración democrática; algo que ni siquiera pudieron alterar algunas transiciones accidentadas.
Pero la crisis del 2001 fue un campo orégano para las improvisaciones. Toda crisis es una oportunidad, pero tanto para el bien como para el mal.
Cómo se les ocurrió la idea
Era el 25 de diciembre del año 2001. Argentina vivía la febril semana de gobierno provisorio de Adolfo Rodríguez Saá –abortada por el ánimo destituyente de otros gobernadores, Néstor Kirchner incluido-. En medio del fárrago de audiencias que el efímero mandatario mantuvo en Casa de Gobierno ese día, hubo una reunión cuyos efectos no pasaron inadvertidos para el santacruceño.
Rodríguez Saá recibió en su despacho de la Rosada a las dos agrupaciones de Madres de Plaza de Mayo, la de Hebe de Bonafini y la llamada Línea Fundadora. Más tarde, hizo trascender que revisaría el decreto de Fernando de la Rúa que prohibía extraditar militares a España –donde eran requeridos por el juez Garzón, metido desde hacía varios años a juzgar los hechos de nuestro pasado-, aunque el anuncio no fue oficializado.
Hubo euforia entre las ONG de derechos humanos. De inmediato circuló entre ellos una corriente de simpatía hacia Rodríguez Saá, hasta ese día impensada. El mismísimo Horacio Verbitsky apareció como improvisado movilero desde Casa de Gobierno comentando exultante las novedades para el programa Detrás de las Noticias que conducía Jorge Lanata.
Como lo relató una persona del círculo íntimo del santacruceño en aquellos tiempos, ese fugaz idilio de los referentes de los DDHH con el ex gobernador de San Luis le hizo comprender a Néstor Kirchner, de magro caudal político propio, que allí había un filón sin explotar. Una veta a la que hasta entonces ni él ni su esposa habían prestado la más mínima atención.
A esa tarea se lanzó sin embargo de lleno cuando llegó a la presidencia. Comenzó entonces la construcción del relato, sin el menor respeto por la verdad. El mito de la pareja perseguida en el sur y del coraje del Presidente que se les animaba a los militares. "No les tengo miedo", repetía, ya en su condición de jefe de las FFAA a las promociones que egresaban del Colegio Militar, generacionalmente ajenas al Proceso.
El clímax del fingimiento tuvo lugar el 24 de marzo de 2004, cuando Kirchner ordenó descolgar el retrato de un señor que estaba "muerto" mucho antes de su desaparición física, y luego entregó las instalaciones de la ESMA al colectivo de Derechos Humanos que todavía no ha hecho allí nada a la altura de la épica declamada.
Quien se dedique a la historia, sabrá que una de las cosas más difíciles de reconstruir no son los hechos sino el clima de una época. Que a emergentes de las generaciones post dictadura les cueste comprender lo que significaba vivir en un país donde las fuerzas armadas –en dictadura, democracia plena o pseudo democracia, según la etapa de que hablemos- eran siempre un factor de poder es algo entendible. El que no lo vivió difícilmente pueda darse una idea de hasta qué punto el Ejército principalmente fue un actor preponderante de la vida pública.
Desde ya, no es el caso de Néstor Kirchner ni de su esposa, que por generación sí conocieron ese clima. Al igual que su entorno y la mayoría de los operadores de los organismos de derechos humanos.
Por eso mismo, todos ellos eran perfectamente conscientes de que, en el momento en que Kirchner llegó al gobierno, por primera vez en años de historia argentina, las Fuerzas Armadas ya no era más un factor de poder. Nunca como en ese momento, hubo unas Fuerzas Armadas tan carentes de capacidad de presión; la mejor prueba de ello es que la política del kirchnerismo –que no fue sólo la de rehabilitar los juicios, sino una abiertamente antimilitar, de atomización y despojo a la institución- no enfrentó la menor reacción por parte del cuerpo; ni amotinamientos, ni "planteos", ni protestas. Nada.
Por eso las alegaciones del santacruceño sobre su falta de miedo sonaban grotescas para cualquiera que tuviese la menor conciencia histórica y honestidad intelectual.
Todo lo que sí se hizo en años anteriores
Pero la otra gran impostura del acto en la ESMA fue el pedido de perdón por los "años de haber callado", algo cierto en su caso, pero absolutamente falso en general, porque fue precisamente por todo lo que se hizo con anterioridad, del 83 en adelante, que Kirchner pudo "enfrentar" -como inocentemente dice el panelista antes citado- a los militares.
Después del juicio a las Juntas, una de las primeras decisiones de Raúl Alfonsín al asumir, algunos jueces iniciaron procesos contra las segundas líneas de las fuerzas armadas. Esto generó descontento y activismo por parte de los oficiales involucrados.
El gobierno radical promulgó entonces la llamada Ley de Punto Final, que establecía la extinción de la acción penal por violaciones a los derechos humanos contra quienes no fuesen llamados a declarar en un plazo de 60 días a partir de su promulgación. El resultado fue el contrario al deseado ya que los jueces aceleraron la apertura de causas y las indagatorias.
Eso desencadenó la reacción del movimiento "Carapintada". El primer levantamiento se produjo en la Pascua de 1987, con la conducción de Alfo Rico, un oficial de destacada actuación en Malvinas.
Alfonsín tampoco les temía, propiamente hablando, pero convengamos que no es lo mismo tener a los militares acuartelados y a punto de movilizarse que gritar –a 20 años de los acontecimientos- frente a una ESMA vacía ya de actores del Proceso...
Lo cierto es que, en junio de 1987, se promulgó la Ley de Obediencia Debida, por la cual se aceptaba como presunción que, de Coronel para abajo, los militares habían actuado en cumplimiento de órdenes. Esta ley sí tuvo el efecto de limitar los juicios a los más altos mandos.
El segundo alzamiento carapintada, en enero de 1988, ya no estuvo motivado por los juicios sino por el proceso que le seguía la justicia militar a Aldo Rico por la sublevación anterior.
Un tercer levantamiento tuvo lugar en diciembre de 1988 con otro líder, Mohammed Seineldín. El reclamo incluyó por primera vez un pedido general de amnistía.
Cabe señalar que, por ese entonces, el grueso de la dirigencia justicialista –Kirchner incluido- participaba de un proceso de acercamiento con los carapintadas en aras de la reconciliación nacional.
La causa principal que abroquelaba a la oficialidad había desaparecido con los indultos
Fue por estas razones que Carlos Menem dictó los indultos en 1990, no sólo para los militares sino también para los jefes de las organizaciones guerrilleras.
Pese a los indultos, hubo un cuarto levantamiento, liderado por Seineldín, cuya finalidad era condicionar al gobierno de Menem, dado que los reclamos sectoriales ya habían sido respondidos. Esta fue la primera vez que un alzamiento carapintada fue enfrentado y reprimido de modo drástico.
Fue también el último conato de rebelión. Es que la causa principal que abroquelaba a la oficialidad en torno a jefes como Rico y Seineldin había desaparecido con los indultos.
Al quitarles su principal bandera de lucha, Menem les quitó también su razón de ser y los desmovilizó. Seineldín ya estaba aislado antes de sublevarse.
Retroceso en la integración de las Fuerzas Armadas
El resultado de esta política fue reconocido por el propio fiscal del juicio a las Juntas, Luis Moreno Ocampo: "Hoy ningún país de América Latina tiene tan bien resuelta la integración de las Fuerzas Armadas como la Argentina, y hay que reconocer que los indultos, aunque fueron dolorosos, colaboraron en esto. Con los indultos, se logró lo que se intentó con el Punto Final y la Obediencia debida" (revista Noticias, 28/3/98).
Esto es lo que Néstor Kirchner, con más oportunismo que falta de memoria –ya que él había vivido esos episodios y conocía bien sus causas y consecuencias-, negó en su discurso en la ESMA.
Cuando Kirchner llegó a la presidencia las fuerzas armadas estaban pacificadas e integradas a la sociedad. Hasta habían empezado a recuperar imagen ante la sociedad; entre otras cosas, por su participación en misiones internacionales de paz. Fue el kirchnerismo, para fortalecerse a costa de la institución, el que reabrió la grieta y las volvió a instalar en el sitial de enemigos, pese a estar compuestas ya en su inmensa mayoría por elementos que no habían tenido actuación durante la dictadura.
Un hombre de Estado toma decisiones en función de las condicionantes y posibilidades del momento. Como también admitió Federico Storani cuando, al votar la derogación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dijo: "Hoy los radicales estamos aquí para derogar lo que sirvió en su momento para sostener la democracia".
Es que el oportunismo no fue solo de Kirchner. Un juez de la Corte Suprema -el fallecido Enrique Petracchi- declaró inconstitucionales los indultos que años antes había declarado constitucionales.
Otros dos elementos contribuyeron en los años 90 a sacar a las Fuerzas Armadas de su rol de factor de presión política: la desarticulación de la UCD, la fuerza política que los representaba en el plano civil, y la eliminación del servicio militar. Una decisión esta última controvertida y de dudoso beneficio para el país pero que claramente les quitó a las Fuerzas Armadas una poderosa herramienta de control social.
Los 90 fueron una pausa en los juicios; pero esa decisión tuvo beneficios para el país en materia de estabilidad política y le dejó a Kirchner una realidad diametralmente opuesta a la que enfrentó Alfonsín. El uso que hizo el santacruceño de eso es otro tema: como se dijo, Kirchner no se limitó a reabrir los juicios: se dedicó a re-estigmatizar a las Fuerzas Armadas lo que explica por qué muchos jóvenes de hoy creen que la democracia se instauró en 2003. En el Museo de la Casa Rosada, el oficialismo dividió en dos el período democrático inaugurado en 1983: hasta el 2003, "La democracia y sus límites" y desde el 2003 en adelante "La recuperación política, social y económica de la Argentina". La impostura al palo.
Los 90 podrán haber sido una pausa en los juicios, pero la política de reparación a las víctimas de la dictadura se inició en esa etapa, con una medida de la cual las autoridades de entonces no se jactaron nunca: la indemnización a los presos políticos y a los familiares de cada detenido desaparecido.
La verdadera estafa es este relato, que antes que una política de derechos humanos es una lectura acomodaticia del pasado. La concepción kirchnerista de los derechos humanos es una abstracción, además, de momento que no se cuida la vida de los argentinos en el presente.
Finalmente, la mejor prueba de que la de Kirchner fue una decisión dictada por la oportunidad, es que hoy su viuda reanuda con el peor aspecto de la politización de los militares en el pasado, cuando, luego de haber denostado a la institución hasta el cansancio, le devuelve poder a cambio de que se asuma como facción al proclamar lealtad, no a la Nación, a la democracia, a la institucionalidad, sino al "modelo".