No hace mucho una médica que vive y trabaja en La Habana, en el Hospital Calixto García, me confesó su sueño: "Vivir un día sin pasar trabajo".
Yo sueño con volver a estar un tiempo en Europa, con atravesar el viaje de la experiencia en armonía: cosas así, innecesarias o abstractas. No puedo siquiera imaginar que soñar se reduzca a imaginar un día sin desgastarse en la faena alienante de llegar al trabajo y volver a tiempo para buscar al niño en la escuela, cogiendo botella –haciendo dedo– si la guagua no llega y poner una combinación razonable de nutrientes en la mesa con los 30 dólares de ingresos por los trabajos de una pareja –el salario promedio equivale a 14 dólares– mientras la canasta básica familiar es de 76.
Pero con eso sueña la neuróloga. Un día sin pasar trabajo. Lo dijo luego de haber caminado dos horas de ida y dos de regreso para conseguir un kilo de leche en polvo que le habían autorizado por un problema de salud de su marido.
Si algo es democrático en Cuba es la pobreza, con frecuencia digna y siempre dolorosa. Con pocas excepciones: la nueva burguesía que crece alrededor de quienes acceden a los negocios non sanctos en divisas (consecuencia de la distorsión económica que creó una moneda paralela para comerciar con aquellos que no temen a las sanciones de los Estados Unidos), los hijos de los funcionarios provectos y los que trabajan la industria del turismo.
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Parece que para los cubanos nunca terminó el Período Especial, aquella crisis descomunal que en el año 1993, tras la caída del campo socialista, redujo el PBI de Cuba en un 35 por ciento, las exportaciones e importaciones a su cuarta parte, los bienes disponibles a la mitad.
La gran mayoría, que vive en moneda nacional y no en divisa –como las nuevas élites–, no conoce un día sin agradecer los envíos de la parte de la familia que vive en el exterior o sin resolver, palabra que designa la obtención de dinero o bienes por medios legítimos (cuando se recurre a los otros y se involucra al Estado como socio involuntario, aunque nadie dice robo, la palabra es inventar).
Es el embargo, dicen algunos.No –objetan otros–: el embargo beneficia a los Castro porque pueden echarle la culpa de todo al imperialismo.
Es la mala administración de la economía, la inoperancia de un gobierno perdido en teorías políticas y económicas caducas. Como dijo el ex presidente Ramón Grau San Martín antes de morir en 1969: "Nosotros robamos pero estos muchachos, con sus buenas intenciones, van a hundir a Cuba".
Es la falta de normalización en las relaciones con los Estados Unidos, esas sobras de la Guerra Fría que han impedido la inversión del país más poderoso del planeta ubicado a sólo 90 millas, argumentan otros. Que han dificultado el intercambio con otras naciones. Que han separado familias por sobre la división ideológica que abrió la revolución.
Barack Obama sacudió al mundo cuando dispuso de varias medidas al alcance del Poder Ejecutivo (el embargo es una serie de leyes que sólo podría reemplazar el Congreso) para terminar con más de medio siglo de una política hostil y verbosa pero que nunca alteró la dinámica del poder en Cuba y que, si acaso, contribuyó a que los cubanos no vivieran un día sin pasar trabajo.
No es cierto que se haya cambiado a Alan Gross por los tres integrantes de la Red Avispa que aún cumplían condena. Tres espías cubanos se canjearon por uno estadounidense, y el gobierno de Raúl Castro liberó por razones humanitarias al contratista cuya salud física y mental era extremadamente frágil, y se comprometió a la liberación de 53 presos políticos cubanos. Se anunció la reapertura de las relaciones diplomáticas entre dos países que se hallan a 55 minutos de charter desde Miami a La Habana y la habilitación de actividades comerciales, entre ellas –de gran importancia para el porvenir– las telecomunicaciones.
En síntesis: se logró salir del time warp que había tragado a las patrullas perdidas de la Guerra Fría a ambos lados del estrecho de la Florida y se abrió la puerta a la posibilidad –posibilidad, que nada hay cierto en esta vida– de un futuro mejor para los cubanos, los demás latinoamericanos, los Estados Unidos y el mundo, o aquellas partes del mundo que crean en el diálogo y la cooperación como medios principales para solucionar conflictos.
El gobierno cubano controla la economía de la isla. En consecuencia, las inversiones serán una fuente de fortalecimiento del sistema. Pero la política de pequeños cambios desde que asumió el menor de los Castro –el fin de los permisos de viaje, el mantenimiento de la actividad cuentapropista, la autorización de cooperativas autónomas– puede recibir estímulos, positivos o de presión, para su ensanche. Otros actores traerán otras realidades.
Como ayer, que por primera vez los cubanos vieron en la televisión estatal un discurso de un presidente estadounidense.
El acceso libre a internet permitiría que la gente llegase al siglo XXI. Hasta ahora muy pocos podían gozar de un servicio restringido por las limitaciones de conectividad, el control y la vigilancia estatal, y sobre todo el precio en divisas, casi seis dólares por media hora.
Leerían ahí todo el periodismo online, profesional y ciudadano que desearan; harían las búsquedas de información que se les ocurran; escucharían y subirían su música; verían el cine que hoy se vende pirateado en DVDs y se multiplica en pendrives; participarían en las redes sociales que eligiesen; podrían tomar los seminarios en línea gratuitos del país que les gustase, etcétera, etcétera, etcétera. Los medios cubanos, de una desolación informativa muy funcional a la falta de libertades individuales, dejarían de estar solos. Inclusive el periódico Granma tendría que crear su aplicación, en lugar del servicio de cuatro mensajes de texto por día que se cobra a más de un dólar y sólo se puede recibir en la red móvil de la isla.
También las relaciones familiares serían más fluidas. Hablar a la isla y desde la isla sería más fácil. En los Estados Unidos, donde vive el grueso de la vieja emigración política y la emigración económica posterior, llamar a Cuba sale entre 75 centavos y un dólar por minuto, mientras que un servicio normal de telefonía celular ofrece planes de diez dólares mensuales por llamadas ilimitadas a cualquier línea fija de casi todo el mundo. En Cuba, la telefonía celular monopólica cobra 40 dólares por línea, sin contar los minutos. Eso cambiaría, y con eso la comunicación sería otra.
Aunque la longevidad de los Castro lo contradiga, la demografía va a favor de este cambio, que al menos evita la reiteración de un fracaso duradero. Acaso haya comenzado a correr el cronómetro hacia una forma de democracia como se entiende más comúnmente en el mundo occidental. No se sabe cómo será el cambio, pero sí que sería difícil pararlo.
El 80% de los dirigentes del Partido Comunista Cubano tiene menos de 56 años. La mayoría de la emigración a los Estados Unidos es joven, se crió en Cuba y sólo quiere vivir mejor. Muchos agradecen a su tierra la educación y la salud, y repudian la calidad de vida tan sufrida, la invasión del Estado en la vida cotidiana y el uso económico que el gobierno cubano hace de los expatriados (un pasaporte sale 350 dólares, vale por seis años pero se debe renovar, con pago de 160 dólares, cada dos, por ejemplo).
El 80% de los dirigentes del Partido Comunista Cubano tiene menos de 56 años.
No son anticastristas cerrados, como la primera generación de exiliados o los marielitos y los balseros. Han aprovechado la ventaja migratoria que la falta de relaciones brindó a los cubanos para buscar oportunidades de desarrollar sus talentos y ganarse la vida en una economía capitalista: apenas pisan territorio estadounidense (excepto que lleguen en balsa), se acogen a la Ley de Ajuste, reciben una visa de residencia transitoria y en un año y un día les llega por correo su green card.
Por eso una encuesta de la Florida International University (FIU, insospechable de procastrismo) indicó que el 52% de la comunidad cubano-americana se opone a la continuación del embargo, un porcentaje que sube al 62 entre los que tienen entre dieciocho y veintinueve años. Siete de cada diez aprueban la reanudación de relaciones diplomáticas (nueve de cada diez en el caso de los jóvenes) y también siete de cada diez está a favor de terminar las restricciones de viaje (ocho de cada diez entre los que llegaron hace poco).
El 52% de la comunidad cubano-americana se opone a la continuación del embargo
Obama, que tras el revés de las elecciones intermedias no tiene nada que perder, ha realizado algunas de las promesas con las que sedujo al electorado en 2008, como el decreto ordenador de la migración. Las medidas sobre Cuba no sólo lo fortalecen en el registro histórico: son una win-win situation.
Si sale mal, será su culpa, y ya no tiene oportunidad de ser reelegido.
Si sale bien, el candidato del Partido Demócrata para las elecciones de 2016 agrega un punto a favor a la recuperación económica, lenta pero sostenida: escucha al estadounidense promedio, que descree del embargo y no ve a Cuba como un país que apoye el terrorismo. Al contrario, la historia ha creado fuertes lazos de afinidad entre los pueblos de los dos países.
El agua, escasa y potable (aunque hay que hervirla), podría dejar de ser un problema en Cuba.
El mercado negro, que hace la vida cotidiana ilegal, porque no se puede comer sin recurrir a él, podría desaparecer en la legitimidad de negocios que sólo los cínicos pueden lamentar: "La isla se llenará de Starbucks", se quejaron en las redes sociales quienes no saben cómo es depender del café que manda la familia porque el local está mezclado de chícharo tostado.
Se podría terminar la limitación de cocinar hasta las 11 de la noche con derivados del petróleo porque Estados Unidos, Cuba y México explorarán y explotarán las reservas del Golfo. La gasolina de los automóviles (los Plymouths, Chevrolet y Pontiac de antes de la revolución; los Lada, los Moskovich y los Polqui del periodo soviético; los modernos) podría dejar de estar adulterada con agua y permitir que la gente se traslade sin temor a quedarse.
La neuróloga recibe un salario y también unos plátanos verdes, huevos y un jabón: los pacientes saben que los médicos, a pesar del valor social de su tarea, también pasan trabajo, y les llevan cosas. Ella les escucha los padecimientos físicos y los otros.
Rara vez tiene todo lo que hace falta para cocinar a la noche: a veces en el supermercado en divisas –lleno de productos chinos y canadienses– hay lo que busca pero ella no puede comprarlo, otras veces dispone de las divisas pero no hay stock de lo que pensaba llevar. En la cocina cubana promedio siempre hay un plan B como siempre hay arroz.
Me pregunta cómo hago yo. Le cuento que cocino una vez cada diez o quince días para mi marido y para mí, lleno el freezer e improviso pequeñas cosas de vez en cuando, de manera de no emplear más que un mínimo de tiempo cada noche. Me pregunta detalles. Me incomodo ante la descripción de mis tuppers, mis utensilios, mi cuchillo de cerámica, mi tabla de picar de bambú, mis esponjas para no dañar el teflón, mi detergente con oxi-no-sé-qué.
El contraste entre el desarrollo humano en Cuba y esa reducción cotidiana a la necesidad orgánica no podría ser más llamativo. Todo lo que falta –que es mucho– se compensa con horas de trabajo de las mujeres y los hombres.
Algo ha comenzado a cambiar con este acuerdo entre Obama y Castro, en el que mediaron el Papa Francisco y el gobierno de Canadá. Acaso ahora se abra una posibilidad de que el sueño de la médica se haga realidad y alguna vez pueda –como los beneficiados por el poder centralizado en la isla, como quienes defendieron la falta de relaciones desde sus casas confortables en los Estados Unidos– vivir uno, dos, muchos días sin pasar trabajo.
Habrá que esperar, quizá con esperanza. Como cerró Norman Mailer
, su novela extraordinaria sobre la revolución, la CIA, Bahía de Cochinos y la Crisis de los Misiles: