Recientemente, Daniel Filmus, el Secretario de Asuntos Relativos a las Islas Malvinas, brindó un discurso en la embajada de Londres. Fue en la ocasión del lanzamiento de un libro que compilaron los diplomáticos argentinos residentes aquí, titulado "Diálogos por Malvinas: reflexiones y acciones desde la embajada argentina en Londres".
Presenciado por representantes de la comunidad diplomática londinense afines a la causa Malvinas, entre ellos funcionarios de Marruecos, Sudán y la Federación Rusa, la embajadora Alicia Castro abrió el encuentro describiendo la campaña emprendida desde la sede diplomática durante los últimos dos años con el fin de propagar la causa Malvinas dentro de la sociedad británica. La embajadora también nombró a varias organizaciones cívicas de Gran Bretaña que han articulado su apoyo a la causa Malvinas, entre ellos varios sindicatos importantes y ONGs pacifistas, además de algunos grupos ambientalistas consternados por los posibles impactos de la explotación petrolera en las islas. Posteriormente, el secretario Filmus expuso el modo en que su última iniciativa diplomática ganaba fuerza por el mundo.
Asistí al evento con ilusiones de apreciar los argumentos de la diplomacia argentina pero terminé algo decepcionado. Confieso de entrada: soy británico de nacionalidad y pasé la gran parte de mi infancia en Argentina. En principio, preferiría que las islas fueran argentinas. Reconozco que el control británico sobre ellas es una reliquia colonial, más allá de los argumentos históricos o geográficos que ofrece cada lado. Una lectura rápida de la historia del imperialismo británico subrayaría cuán extrañas son las apelaciones desde Londres por el respeto a la autodeterminación de los isleños. En esta época, cuando el gobierno británico continúa proclamando su mantra de la austeridad, es absurdo pensar que se está financiando la administración civil y militar de tan pocos habitantes y a tal distancia a un costo impensable para el ciudadano británico común.
Pero por más que preferiría que venciera la lógica en este contexto, lamento el hecho de que las actuales autoridades argentinas no logran aportar argumentos consistentes, necesarios para lograr la claridad moral en este debate. Aunque el reclamo por Malvinas es incuestionablemente justo, Argentina debería también aplicar a sí misma los principios con los cuales juzga a otros países. Lo digo como ciudadano británico progresista, el aliado ideal de la movilización diplomática, pero incomodado por varias inconsistencias básicas de la narrativa oficialista que resonaron en el encuentro de Filmus.
Fundamentalmente, la fortaleza del argumento argentino (y el británico) depende de varios silencios. El silencio más ensordecedor es aquel de la desposesión de vidas y tierras indígenas durante la expansión del territorio argentino, heridas que hoy siguen abiertas.
En el evento, se enfatizó la necesidad de denunciar la adquisición territorial a través de la usurpación militar. En este sentido estoy totalmente de acuerdo con el secretario Filmus; creo que estas prácticas no deberían ser aceptadas en el siglo XXI. Pero la autoridad moral que invoca el Estado argentino requiere el olvido de que gran parte del territorio nacional, sobre todo en la Patagonia y el Norte, fue obtenida a mano de brutales campañas militares con consecuencias devastadoras. Estos hechos no pertenecen a la historia antigua. Es más, ocurrieron años después de la ocupación británica de las Malvinas en 1833.
Se aludió también repetidamente a una población malvinense implantada, un producto directo de la colonización. Nuevamente estoy de acuerdo con tal análisis. Pero no entiendo cómo es posible hacer referencia a esta realidad omitiendo el hecho de que la sociedad argentina está compuesta principalmente de descendientes de inmigrantes, quienes con toda probabilidad arribaron a las orillas argentinas a fines del siglo XIX o incluso más tarde, varias décadas después de la llegada de los primeros colonos británicos a las Malvinas, de quienes aún son descendientes una cantidad importante de isleños.
Otra vez escuché que en 1982 se produjo una aventura militar promulgada por una cruel dictadura, y que en las palabras de Alicia Castro, "nadie nos tiene que recordar de sus errores." ¿Pero es así de simple la interpretación histórica, que podemos apartar de ella la realidad de una sociedad que en ese entonces también habilitó la intervención militar con su fervor y clamor? ¿Acaso se ha cuestionado la validez de un nacionalismo hegemónico aún radiante en el discurso político argentino? El gobierno con razón se desmarca de la intervención militar de 1982, asegurando que fue una alocada maniobra de un régimen militar. Hoy en día, resalta su compromiso al diálogo y la resolución pacifica del conflicto. Pero el recuerdo del conflicto sigue siendo vigente en las islas y en ciertos sectores de la sociedad británica, y a varios les cuesta procesar fácilmente la enorme brecha entre la dictadura y democracia argentina actual, ni perdonar los acontecimientos de ese entonces.
Cierta inhabilidad a entender esta realidad se manifestó en las declaraciones del secretario Filmus tras una simple pregunta que le hice después de su discurso: ¿por qué la mayoría de los isleños no quieren formar parte de la Argentina? Tras algo de vacilación, explicó que como todos los habitantes permanentes tenían pasaportes británicos, era lógico que votarían tal como lo hicieron en el plebiscito del año pasado. Aludió, además, a políticas migratorias británicas que resultaron en la creación de una población "controlada" en las Malvinas, por ende también quitando el derecho a los argentinos de ir a su territorio. Tiene razón, pero una reciente guerra y posiblemente la hostilidad que han percibido los isleños desde Buenos Aires estos últimos años hubieran también sido explicaciones lógicas, si no más obvias.
La embajadora Castro argumentó que los malvinenses tendrían una vida mejor bajo soberanía argentina, infiriendo que esta opinión era una mera perogrullada. Según ella, con acceso a una educación universitaria gratuita, una generosa estructura pensionaria y a solamente algunos centenares de kilómetros del continente, la población malvinense beneficiaría de poder formar parte de la Argentina. Pero si esta realidad es tan obvia, ¿por qué los isleños no han sido más expresivos en su deseo de formar parte del territorio nacional argentino?
Si aprendí una cosa de este encuentro, sería lo siguiente: sin una visión honesta respecto a las islas y la historia argentina, es imposible poder hablar de un monopolio sobre la verdad en este contexto particular.
Si queremos una solución pacifica, ética y razonable a la cuestión Malvinas, no podemos seguir permitiendo que los gobiernos usen el nacionalismo como instrumento de división, alejando a los pueblos de un entendimiento mutuo y sostenible, fundamental para cualquier futuro de paz. El diálogo (tal como lo sigue pidiendo el gobierno argentino a Londres) lo tenemos que emprender nosotros, ciudadanos británicos y argentinos, a quienes nos interesa escuchar voces alternativas y colaborar en base de prioridades y valores compartidos. Otra narrativa, y otro camino son posibles –pero nos toca únicamente a nosotros acercarnos a ellas.