Beatriz Sarlo: "Sentí la necesidad de correrme de la política"

La venerada intelectual, más conocida en los últimos años por sus acérrimas críticas al kirchnerismo, regresa con un libro de viajes que abarca desde la América Latina revolucionaria de los 60 hasta las Malvinas en la actualidad. "Mis opiniones estaban tomando demasiada parte de mi identidad", dijo

Guardar
 Gerardo Viercovich 162
Gerardo Viercovich 162

En efecto, tenía el sentimiento de que mis intervenciones políticas y mis crónicas periodísticas estaban tomando una parte demasiado grande de mi identidad y quise correrme un poco. Por supuesto que es una parte mía con la cual tengo una fuerte identificación, mi subjetividad es fuertemente política, pero por otro lado tengo la idea de que soy otra cosa, y el territorio en el que yo me siento más segura es el de la literatura y la escritura. Me sorprendieron muchas veces algunas diatribas en Twitter diciendo sobre mí: "¿Y esta mujer quién es? ¿Escribió algo?". El 70% de mi vida, pero de la actual, no de la pasada, quedaba sumergida por mis opiniones políticas. De todas formas, las razones que me condujeron al libro tienen que ver con que me empezaron a llegar unas fotos de esos viajes realizados en la década el 60 -fotos que al principio me incomodaron- y hubo un momento en que me di cuenta que ese pasado encerraba un relato, y me gustó la idea de escribirlo.

-Es que yo carezco por completo del sentimiento de nostalgia. Te diría además que esa Beatriz de veintipico de años es una muerta. Tuve que reconstruirla, digamos. Esa chica no era nostálgica tampoco, viajaba en nombre de un aura latinoamericana, donde nuestra verdad se iba a convertir en la verdad latinoamericana... Así que no hay nostalgia pero lo que sí hay es emoción por la aventura, aventura que es a la vez geográfica e ideológica, un desplazamiento en el espacio que es también una aventura ideológica. Y no puede haber nostalgia en eso. Simpatía, tal vez, pero nada más.

Bueno, yo ya tenía un alma vanguardista, estaba en el Instituto Di Tella, estaba vinculada a la vanguardia estética de los 60, así que el viaje a Brasilia, que quizás sea el más disparatado porque no vemos nada por el camino sino que navegamos el Paraná, nos desplazamos en ómnibus hasta Belo Horizonte y de ahí hasta Brasilia, todo ese periplo sin reparar en nada, solo esperando llegar a esa cosa que es el pasado del futuro, o el futuro del pasado. Tuvimos el privilegio de ver una ciudad que no pudo verse nunca más, desierta, porque hacía muy poco se había inaugurado. Era una imagen de ciencia ficción. Si yo lo pienso ahora, hubo algo en lo que acertamos en nuestro encandilamiento con Brasilia: su construcción anunciaba el Brasil de hoy, la potencia en la que se iba a convertir, como uno podría decir que las mil y una discusiones sobre si mover la capital de Buenos Aires anuncian las muchas debilidades de la Argentina actual.

Sí, pero yo creo que ni siquiera pensaba en la palabra pintorequismo en esa época, porque estos viajes tienen muchos años, y hay un conjunto de palabras que yo no usaba. Lo que sí teníamos era una convicción, equivocada, que poniéndonos en contacto directo, mirando a los ojos, íbamos a entender a esos campesinos, a esos mineros, a esos militantes trotskistas, a esos indígenas que encontrábamos en el Amazonas. Que bastaba la empatía creada por arriba de todas las diferencias, dado que en efecto era un grupo pequeñoburgués. Muy pobre, conformado por gente con trabajos muy berretas, con dinero nulo, pero todos estudiantes universitarios, entonces las diferencias eran gigantescas. Y había una palabra, que tampoco usábamos en ese momento, que es voluntarismo. Uno entra en esos lugares, hace las señas necesarias de respeto por el otro y se comunica, aunque no conozca la lengua en la que está hablando. O viajando toda la noche en una camión donde la gente solo habla quechua y vos no entendés una palabra pero, aun así, hay un momento en que se produce el destello de la comunicación. Eso era en lo que nosotros creíamos, algo muy voluntarista.

En ese momento los viajes no eran turísticos, por más que llevaras un mapa y tuvieras un itinerario, y el fuera de programa es el que nos llevaba a las zonas de más aventuras del viaje. Ir caminando por la selva amazónica se puede hacer, pero ir caminando por la selva amazónica y que de repente te rodeen los miembros de una aldea jíbara, como nos sucedió, no estaba calculado por ninguno de nosotros. Y traté de construir esa pequeña categoría o concepto de que, incluso en los viajes turísticos, hay momentos en que hay algo de lo real que irrumpe de manera brutal, inesperada, y que transforma la experiencia. Por eso cuento algunas de esas experiencias donde irrumpe lo real, por ejemplo cuando voy a visitar una iglesia en medio de un manicomio vienés y es un loco el que me sigue en el atardecer hasta tocarme. Eso me dio una dimensión de lo ensimismado que puede estar un turista frente a un monumento arquitectónico y cómo lo real puede interrumpir de una manera realmente pavorosa. Es decir, que quizás los momentos que más recordamos de los viajes sean esas grandes o leves distorsiones de lo planificado.

Esa fue una noche en la que se sintió como si el tiempo colapsara. Fue como escuchar una lengua muerta, escuchar a una persona que tenía 5 o 6 años más que yo y que hablaba en un castellano que se oía en un barrio de Buenos Aires hace muchas décadas, que ya no se habla más, un castellano preciso. Fue como un hoyo en el tiempo.

Si no hubiera existido ese fuera de programa en el viaje, en este caso un fuera de programa lingüístico, muy probablemente el capítulo de las Malvinas no hubiese estado, y el libro estaría teniendo una recepción más tranquila. Pero ya tenía la experiencia de mi opinión sobre el tema planteando problemas, así que me dije: "Me voy a atener a la categoría, que es la de viajes fuera de programa". Y además había sido un viaje sumamente significativo, al que había ido como periodista. Renuncié sí a todos mis viajes por ciudades como Nueva York o Berlín. Aparecen mencionados al pasar, pero no quise incluirlos porque no quería parecer como una viajera sabionda. Y me gustaba la idea de estos viajes de formación, porque yo soy estos viajes por América Latina, por más que esa joven esté muerta.

Posiblemente tenga que ver con cosas muy viejas, de la infancia, que de hecho están en este libro. Todas las personas que aparecen de esos años son personas que me enseñan cosas. No me enseñan sobre la Enciclopedia Británica, me enseñan sobre cómo hay que tratar a un caballo, a una gallina, cosas del campo... Fui una persona sometida a un intenso proceso de aprendizaje desde muy pequeña. Mis juguetes no eran juguetes tranquilos, era necesario aprender 350 reglas para jugar con ellos 3 minutos. Tenía una serie de adultos mayores que me rodeaban y hablaban. Obviamente esta manera de ser mía alguien la podría considerar negativamente, podría decir que soy consumista desde el punto de vista cultural y no estaría errado, pero yo saldría a defender esta voracidad.

No, porque si hubo algo muy deliberado fue no hacer una narración en primera persona demasiado inteligente, no quería parecer más sabia de lo que era al momento de tener estas experiencias. Me produce un gran rechazo esa escritura en primera persona que es más inteligente de lo debería ser. Te mueve a preguntar: "¿por qué le están pasando todas esas cosas si es tan inteligente?". Me gusta la figura del ensayista duro, rupturista, pero no del inteligente que se las sabe todas.

Por escribir no sé, porque estos son recuerdos de algo de lo que puedo escribir con precisión. Pero el lugar que sí me queda por conocer es Grecia. Nunca vi el Partenón en mi vida, pero me temo que voy a seguir conociéndolo solo por foto. También me interesa, por su cine y por su diseño, Tokyo, pero no creo que vaya a ir ya. En la actualidad solo voy a donde sé que tengo un trabajo.

, de Beatriz Sarlo (Editorial Seix Barral)
Guardar