La vida de Hipólito Yrigoyen estuvo llena de certezas y, aún hoy, está cargada de misterios. Fue abogado, comisario, profesor y político. Conspirador y revolucionario. Y dos veces presidente de la nación argentina a través del voto popular, por la vía del sufragio, a favor del cual luchó toda su vida.
Su primera presidencia abarcó el período 1916 a 1922, y luego fue nuevamente elegido para cumplir el mandato de 1928-1934, interrumpido por el golpe militar el 6 de setiembre de 1930, que inauguró cinco décadas de inestabilidad institucional en la Argentina.
Conoció la soledad de Martín García, donde lo encerraron sus enemigos, que con Yrigoyen inauguraron una isla como cárcel para los presidente argentinos depuestos. Fue, la de Yrigoyen, una vida de contrastes.
Nació en un hogar humilde y, no obstante, se codeó con la élite de la Argentina, pero no dejó de ser un caudillo que llegaba sin altisonancias a todos los sectores. Se había formado al lado de su tío, Leandro N. Alem. Pero sus influencias intelectuales provenían de Federico Krause, un filósofo alemán sostenedor del "idealismo kantiano".
Las crónicas históricas no recogen un solo discurso en plazas públicas, y su característica personal de hombre reservado lo convirtió en "El Peludo" para el lenguaje común y en "El Vidente" para sus adversarios, por su capacidad de anticiparse a los acontecimientos.
Pero nada le quitó la popularidad. Por eso curiosa ley de atracción de los contrarios, la gran ciudad sobrada de gente, preocupada por hablar en extenso de sí misma, resultó conquistada por este hombre silencioso.
Había donado su sueldo de Presidente a la Sociedad de Beneficencia, y seguía alojándose en su pobre casa vecinal de siempre, vestida con el moblaje ascético de antes... Sin embargo, también acaudalaba dinero como productor agropecuario: arrendaba y vendía campos para permitirse solventar revoluciones y solidaridades.
La firme decisión de Roque Sáenz Peña, que auspició desde el poder el cambio de la legislación electoral y así habilitó comicios imparciales, permitió que el radicalismo triunfara en sucesivas elecciones.
Yrigoyen alcanzó por primera vez, en 1916, la Presidencia, aunque su partido debió insistir para que aceptara la candidatura. Cuando una disidencia partidaria en Santa Fe hizo peligrar la necesaria mayoría de electores, se negó a cualquier negociación con el grupo discrepante, y este fue quien espontáneamente decidió rectificarse.
Sus seguidores le advirtieron que, sin los electores de Santa Fe, la primera magistratura corría peligro. "Que se pierdan mil gobiernos, pero que no se pierdan los principios", les dijo Yrigoyen. Y esperó pacíficamente hasta que, por sí solos, los santafesinos debieron modificar su postura y votar al candidato radical en el Colegio Electoral.
En el gobierno, el flamante Presidente introdujo prácticas novedosas. En general, los ministros no fueron elegidos entre los hombres de mayor fuste intelectual entre la UCR, y largos y cotidianos acuerdos de gabinete mostraron, sin disimulo, la vigilante influencia de Yrigoyen en todas las resoluciones del Poder Ejecutivo.
Estaba claro que gobernaría con estilo personalista y concentrado. Yrigoyen no se preocupó de que los ministros contestaran personalmente, según era tradicional, las interpelaciones parlamentarias, si no que estás se satisfacían mediante comunicaciones escritas. Para las carteras militares designó civiles, y no jefes de las Fuerzas Armadas.
La clase media, tan típica expresión de la dinámica social traída por los inmigrantes, penetró en la administración nacional y en el Poder Judicial, y conquistó buena parte del profesorado universitario.
Yrigoyen acentuó el carácter argentino y americano del país. Ante la guerra europea iniciada en 1914, sostuvo la neutralidad ya proclamada por el presidente De la Plaza y se opuso a los deseos "rupturistas" del Congreso, que votó a favor de la incorporación al bando aliado.
Pero fue terminada la contienda, y en el propio escenario de Sociedad de las Naciones, cuando mostró su resolución de que la Argentina contribuyera a superar la violencia, y la paz se asentara, rehusándose a discriminar entre vencedores, neutrales y vencidos. Como ese criterio fue rechazado, no vaciló en ordenar el retiro de la delegación enviada.
En las universidades, aceptó la renovación de los planes de estudio y de sus sistemas de gobierno, reclamos formulados por los estudiantes del llamado "movimiento reformista". La trascendencia de este movimiento quedó documentada en la frase que figura en el inicial manifiesto juvenil: "Estamos pisando una hora americana".
Desde el punto de vista económico, la Argentina de 1900 se sostenía con la renta de un modelo agro-ganadero concentrado. Yrigoyen nacionalizó la explotación petrolera e impulsó la primera fase de la industria de los hidrocarburos.
La primera presidencia correspondió con una época en la cuales las conmociones sociales, tras concluir en 1918 la guerra europea, se expresaban en el mundo capitalista con protestas radicalizadas.
La Semana Trágica y la represión en la Patagonia entre 1919 y 1921 fueron episodios de muerte y violencia que no están exentos de su responsabilidad.
Sus dos coincidencias coincidieron con épocas de crisis. El primer mandato transcurrió durante el desarrollo pleno de la guerra en Europa; el segundo, con los comienzos de lo que en Estados Unidos se conoció como la Gran Depresión económica.
Del exterior, provenían también ideologías nuevas, antiliberales, y formas de gobierno novedosas que entusiasmaban a sectores intelectuales de la Argentina, a los eclesiásticos y a los militares: Charles Maurras y Benito Mussolini eran sus exponentes más admirados. Habían conjugado orden, control ante el avance obrero, freno del comunismo y crecimiento en el terreno económico. Estas ideologías pronto tendrían sus difusores en Argentina.
Sus detractores, quienes derrocaron a Yrigoyen, creyeron que habían triunfado y se habían ganado un lugar en la historia de la República. Jamás visualizaron, porque en definitiva tampoco les importaba, el daño que habían infringido a las instituciones argentinas.
Casi tres años después de su derrocamiento, el 3 de julio de 1933, en Buenos Aires, moría Hipólito Yrigoyen. Una multitud, el pueblo, que sí visualizó en ese hombre la oportunidad de progresar individual y colectivamente, y que también encontró en él a quien podía llevar al país a un destino de libertad, igualdad y prosperidad, llevó en andas por las calles el féretro con sus restos.