Nada en el acuerdo sellado en Ginebra les obliga a desmantelar su programa nuclear. Lo que se desmantela es la presión de las sanciones que asfixiaban su economía, y que ahora les generarán ingresos de $7 a $20 billones en medio año. En esencia estamos pagando a los ayatollahs para que se abstengan unos meses de construir la bomba atómica. Es previsible que luego pidan más, y más, y más. Un círculo vicioso de extorsión diplomática del que sólo se saldría o mediante un ataque militar o capitulando ante un Irán nuclear.
Este segundo escenario es mucho más probable, dado el escaso apetito bélico de Obama. Los ayatollahs lo saben. Y es ingenuo creer que a pesar de su clandestino historial nuclear han experimentado una súbita conversión de acatamiento a las normas internacionales y van a abandonar sus ambiciones atómicas.
No hay que olvidar que son los mayores patrocinadores del terrorismo y que aspiran a dominar Oriente Medio subyugando a sus vecinos a golpe de misil nuclear. Sería conveniente que el presidente Obama recordara que dormir con el enemigo tiene sus inconvenientes. Por ejemplo que te apuñalen en mitad de la noche para robarte.
La medianoche iraní se cumplirá en mayo, cuando expire el "acuerdo interino" no vinculante. Para entonces se habrán empezado a recuperar económicamente y nada les impedirá encender las 19,000 centrifugadoras a todo dar (10,000 de las cuales pueden seguir funcionando estos seis meses, según lo pactado).
Además –y esto es clave– el grado de pureza del uranio es químicamente reversible en sólo semanas. Así es que la degradación del 20% actual al 5% que requiere el acuerdo, los iraníes la pueden revertir enseguida.
Es vana la amenaza de que si incumplen se reinstaurarían las sanciones. Una vez que las corporaciones de medio mundo empiecen a hacer negocios con Irán, es muy difícil dar marcha atrás. (Y después del fiasco con Siria, ¿quién va a creer que Obama emplearía mano dura?).
El acuerdo es triplemente desastroso: asimétrico (Irán cede poco y obtiene mucho); ambiguo (no prohíbe expresamente enriquecer uranio); y premia la mala conducta (Irán ha incumplido 6 resoluciones de Naciones Unidas). Todo ello indica que va a producir el efecto contrario al pretendido: proliferación nuclear en la región (ya Arabia Saudí ha anunciado su "plan B" de adquirir la bomba atómica).
Es también un trato histórico, aunque no en el buen sentido de la palabra que se le ha querido dar, sino por lo que simboliza: un giro geopolítico de Washington hacia un Nuevo Orden en Oriente Medio. En lenguaje llano, un cambio de amigos, dando la espalda a los viejos –Israel y Arabia Saudí principalmente– y una bienvenida al hijo pródigo, Irán.
Todo esta contorsión política ingeniada por Obama –producto de su doctrina de apaciguamiento– ha estado disfrazada del beneplácito del coro europeo (deseoso de hacer negocios con Teherán) y los "compadres" iraníes, o sea, Rusia y China. Tal elenco daba un tono de seriedad al proceso, pero ahora hemos sabido que desde hace más de un año EEUU negociaba en secreto con Irán. De hecho llegaron ya a Ginebra con un borrador del pacto final.
¿Qué fue lo que pactaron en secreto? ¿Cuál es la intención última?
Sea lo que sea, los primeros resultados están a la vista: el acuerdo anula el fin primordial de las seis resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas desde 2003, que requerían el "abandono incondicional del enriquecimiento de uranio".
En segundo lugar, a quien intenta "contener" el pacto no es irónicamente a Irán, sino a Israel. Deja a Tel Aviv en una situación de aislamiento diplomático, porque de atacar a Irán en defensa propia estaría desafiando a las potencias. Sin embargo las cartas se voltearían si Irán vuelve a engañar, porque legitimarían más que nunca los planes de defensa israelíes.
Benjamín Netanyahu ha calificado acertadamente este acuerdo de "error histórico". Le secundan en EEUU congresistas demócratas como Chuck Schumer y Robert Menéndez, que se proponen aprobar nuevas sanciones con apoyo republicano, para asombro de Obama.
Comparten asimismo la visión de Netanyahu sus vecinos y tradicionales rivales –encabezados por Arabia Saudí y las monarquías del Golfo–, que conocen desde hace siglos a Irán y desconfían de sus intenciones.
En Irán mientras tanto se vive una eufórica celebración. No es para menos. Aquí sin embargo sería prudente no abrir las botellas de champán todavía.
Rosa Townsend es analista internacional
Publicado en El Nuevo Herald