Nuestros años verde olivo

Un joven huye de la dictadura de Pinochet en 1974 y se refugia en Cuba, ilusionado con la idea de sumarse a la Revolución, para pronto darse cuenta de que había más parecidos que diferencias entre el régimen chileno y el castrismo. Extractos de una novela de Roberto Ampuero

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Nota: Los subtítulos que preceden los extractos no pertenecen a la novela y, al igual que las aclaraciones entre corchetes, están al sólo efecto de situar el tema.

Nuestros años verde olivo. Editorial Norma, 2010

En Alemania del Este: primer contacto con el comunismo

La diferencia en el desarrollo entre Este y Oeste resultaba tan evidente que sumergió mi sensibilidad comunista en el desconcierto, ya que Marx auguraba bajo el socialismo no sólo el pleno desarrollo de las fuerzas productivas, sino incluso la superación de las del capitalismo, lo que finalmente conduciría al hombre al reino de la abundancia e igualdad social.

Sin embargo, no permití que me apabullara aquella impresión preliminar, que tendí a calificar de superficial, y me dije que la superioridad del socialismo anidaba en el interior del ser humano, en el hombre nuevo que surgía a la par de la nueva sociedad, en la intensa vida cultural, en la seguridad social, la educación gratuita, en las relaciones solidarias que se establecían dentro del país estimuladas por la propiedad social de los medios de producción. Fue, creo, la primera vez que me vi obligado a buscar con desesperación explicaciones que salvaguardaran la coherencia de mi ideología.

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Conversaciones con su suegro

-En una sola noche -masculló una madrugada mientras conversábamos frente a la playa (en) Varadero (....)- ordené el ajusticiamiento de docenas de esbirros y logré conciliar el sueño. ¿Sabes por qué? Porque tenía la conciencia tranquila al cumplir con mi deber. Nunca juzgué a nadie por sus ideas, sólo por los crímenes que había cometido o pensaba ejecutar.

Era probable que aquella súbita confesión sin testigos emergiera de la vorágine interior a la que lo condenaba su propia conciencia. (...) Quizá el recuerdo de sus actos le perseguía en los momentos más inesperados, cuando intentaba reposar o departía con amigos, cuando leía novelas de espionaje o se acostaba con alguna amante para prolongar la agonía de su matrimonio a la deriva. Nunca lograría liberarse del eco de los fusilamientos, amplificados por los muros de La Cabaña, ni del ruego estremecedor de los familiares de los sentenciados a la pena capital, ni del grito de "¡Viva Cristo Rey!" de los fusilados, ni del mudo reproche que refulgía a veces en la mirada fugaz de un transeúnte habanero.

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Primeras impresiones cubanas

Aeropuerto internacional José Martí de La Habana, 26 de julio de 1974, mi primer día en el trópico. El Ilushyn 62 se desliza entre palmas y cañaverales hasta detenerse frente al edificio central. Desciendo por la escalerilla y por un instante creo que el calor húmedo que me empapa proviene de las turbinas aún en marcha. ¡Estoy en Cuba, en la isla de la Revolución, en el socialismo latinoamericano!

Atrás quedan el Chile mustio y deprimente de la dictadura, y la Alemania Oriental con sus ciudadanos que sólo anhelan cruzar el Muro y pasear por las calles de Munich, París o Madrid, gente que me mira suspicaz cuando se entera de que yo, a pesar de haber vivido en Occidente, escogí el país que ellos desean abandonar.

Ahora, en esta tierra intensamente verde, de lomajes suaves, cielos azules y gente alegre, comienza una nueva etapa en mi vida (...). Si bien Alemania Oriental no era una democracia, ni representaba un sistema legitimado por su pueblo, que soportaba el socialismo más bien intimidado por la presencia de medio millón de soldados rusos en su territorio y por aquel Muro infranqueable, que imposibilitaba cualquier éxodo, Cuba tenía que ser diferente.

¿No había iniciado acaso Cuba la construcción del socialismo gracias a la Revolución liderada por Fidel? ¿No se mantenía acaso Cuba frente al bloqueo estadounidense gracias a la identificación de su pueblo con el socialismo? Frente a la derrota de la Unidad Popular en Chile y al fracaso del socialismo real en Europa del Este, Cuba se alzaba como un faro de esperanza para los comunistas del mundo. Cuba equivalía en nuestro hemisferio a la Revolución de Octubre, a la Revolución China, a la lucha de liberación del pueblo vietnamita, y Fidel era el Lenin, el Mao Tse-Tung, el Ho Chi Minh de nuestra América morena. No, yo simple y llanamente no podría arrojar por la borda las convicciones que me habían llevado a abandonar mi país. Cuba fortalecería, sin lugar a duda, mis ideales de justicia social. Su solidez y vitalidad me enseñarían a no vacilar.

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Con el transcurrir de los días constaté que era cierto mucho de lo que yo consideraba hasta ese momento patrañas anticomunistas: cada persona disponía efectivamente de una libreta de racionamiento de comestibles y vestimenta, que regulaba de modo estricto y espartano su existencia. Las cuotas establecidas en el pequeño documento con tapas de cartón y páginas cuadriculadas eran irrisorias, cuando no indignantes, e inferiores a lo que consumía una familia de clase media baja en Chile.

Cada quince días recibía un trutro de pollo, que podía sustituir, en caso de que la oferta lo permitiera, por igual peso de carne molida o bistec. Mensualmente me correspondía medio kilo de arroz, dos de chícharos y un trozo de mantequilla, un tubo de pasta dentífrica y un jabón, que despertaba urticaria, así como un pan flauta -leve al igual que la brisa de la costa habanera- por día. También podía disponer de un par de zapatos plásticos y un pantalón al año, y de una camisa de manga corta y un calzoncillo cada seis meses. A veces recibía las hojas de afeitar Astra, de fabricación soviética, capaces de hacer sangrar las mejillas, pero no de cortar la barba. No había desodorantes, ni tampones para las mujeres. La Navidad había sido abolida y en su lugar se había declarado Día del Niño el 26 de julio, fecha en que los menores recibían juguetes por la libreta y se conmemoraba el asalto al Cuartel Moncada, dirigido por Fidel en 1953, en Santiago de Cuba. La pobreza en que se debatía la gente desde el triunfo de la Revolución era inexplicable y a ratos estremecedora, aunque nunca indigna, y la generaba, según el gobierno, el bloqueo imperialista.

Me irritaba la irregularidad con que llegaban los productos, siempre escasos, al mercado, algo que, al igual que su deplorable calidad, nada tenía que ver con el imperialismo. Las camisas, de manga corta y cuatro botones blancos, de estampados similares, cuando no idénticos, quedaban cortas y estrechas, mientras que los zapatos de plástico olían a caucho por la mañana y ardían al mediodía, y los calzoncillos había que sujetarlos con cordel para que nos deslizaran cintura abajo.

Invertia horas en las colas que se formaban, a pleno sol, frente a las tiendas y bodegas para conseguir los víveres básicos, circunstancias que me llevaba a perder la paciencia entre una multitud bulliciosa y eléctrica, integrada por mujeres, hombres, niños y ancianos, que no protestaba contra el sistema que los condenaba a la escasez, sino contra los bodegueros, los camioneros o quienes encabezaran la cola. (...)

Bastaba con mirar alrededor para darse cuenta de que la ciudad, o al menos Miramar, había conocido días mejores, cuando no sublimes. Sus calles y avenidas se alargaban rectas y amplias, bordeadas por maravillosos flamboyanes, elegantes residencias, parques, jardines y plazas con sombra. Todo aquello, ahora deteriorado, indicaba a las claras que en los años cincuenta La Habana, o al menos una parte de ella, gozaba de un nivel de vida tan alto como desconocido en América Latina.

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Por algo la isla había tenido teléfonos, radio y televisión antes que ningún otro país latinoamericano, a los que entonces los cubanos se permitían mirar con desdén, y autopistas y ten cents y tranvías y buses, afirmaba Ángeles [la abuela de su esposa] irritada por la manipulación de la historia. No, antes de Fidel La Habana no era un lupanar ni Cuba un país misérrimo, como lo afirmaba la Revolución; no, la isla exhibía entonces, al igual que Argentina y Uruguay, los mejores índices socioculturales y alimentarios de la región; si era cosa de consultar las estadísticas, y ella, Ángeles Rey Bazán, ya estaba harta de que Fidel, hijo de terratenientes ricos, manipulara con tanto descaro el pasado de Cuba y pensara que la historia comenzaba con él.

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Brigadista

La jornada laboral de mi brigada, que formaban veinte estudiantes de letras, comenzaba a las siete y media en punto de la mañana. Nos dirigía un albañil de apellido Reyes, militante del partido y obrero ejemplar, que desconfiaba de quienes leyeran mucho, porque a su juicio los libros confundían sexual e ideológicamente a los hombres, convirtiéndolos en maricones y contrarrevolucionarios. Reyes era un hombre humilde y de origen campesino, que había participado en la lucha contra bandidos en la sierra del Escambray, y se entregaba de lleno a la causa del comunismo. (...)

Sin embargo, nunca construí nada con la brigada y los días se me iban en demoler muros y techos, escalas y aleros, siempre bajo el supuesto de despejar espacios para levantar las nuevas obras de la Revolución. Nunca pasamos a montar andamios, hacer mezclas o parar ladrillos, y tras de cada demolición nos trasladaban (a otro sitio) a cumplir la misma tarea: tumbar muros a golpe de mandarria. Jamás descargué un saco de cemento o un ladrillo para levantar algo nuevo, sólo me veo derribando día tras día muros con mucha saña. Cuando le pregunté a Reyes cuándo nos dedicaríamos a construir, ya que formábamos, al fin y al cabo, una brigada de construcción, molesto, me respondió a gritos:

-Estamos en guerra, chileno, y aquí se hace lo que viene de arriba, de lo contrario ocurre lo que les pasó a ustedes con el Pinochet ése.

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Censura

Lázaro nos había dicho que las obras prohibidas iban a dar a una biblioteca de acceso restringido (que) coleccionaba textos de autores "burgueses", como Ortega y Gasset, Octavio Paz o Arthur Koestler, y de cubanos "tronados" [caídos en desgracia], como José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Heberto Padilla o Antón Arrufat, o de exiliados, como Severo Sarduy, Carlos Franqui o Guillermo Cabrera Infante. (...)

El sistema coincidía con otras prácticas culturales del gobierno, por ejemplo en materia de fotos oficiales. Cada vez que un destacado combatiente "traicionaba" a la Revolución -es decir, acababa encarcelado al igual que los comandantes Huber Matos o Joaquín Ordoqui, o buscaba asilo en otro país-, su rostro era borrado de todas y cada una de las fotos en que aparecía junto a Fidel. Así, el racimo original de personajes que lo rodeaba en las fotos de los inicios de la Revolución se iba desgranando paulatinamente hasta que se convertían en simples retratos individuales del máximo líder, que lo mostraban de pie en una gran tribuna desolada o sentado a la cabeza de una mesa de sesiones completamente desierta.

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Fidel Castro

Fidel viajaba en una de las Chaica que le había obsequiado Leonid Brezhnev, apasionado coleccionista de automóviles, aunque nadie sabía en cuál. Era un modo de prevenir un posible atentado en su contra. Su seguridad estaba en manos del comandante José Abrantes, joven apuesto y deportista, criollo puro, mujeriego y vividor, que años más tarde sería depuesto como ministro del Interior y condenado por narcotráfico a treinta años de cárcel, donde moriría de un ataque al corazón poco después de iniciar la pena. Abrantes era la sombra de Fidel, el hombre que conocía cada uno de sus pasos y entrevistas, sus preferencias y debilidades, sus berrinches y alegrías, y se rumoreaba que su celo profesional llegaba a tal extremo que, para despistar a los contrarrevolucionarios y la CIA, ordenaba a menudo que aquella caravana imponente recorriera durante horas las calles de La Habana con guardias y un doble del comandante en jefe en su interior. La gente sostenía que cuando Estados Unidos hablaba de atentados o enfermedades de Fidel, se estaba refiriendo en verdad a los atentados y las enfermedades sufridos por sus dobles, que llegaban a cinco. El prestigio del máximo líder sucumbió, por lo mismo, al saberse que había condenado y dejado morir en la cárcel al hombre que se había desvivido por su seguridad.

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Cada vez que logré situarme, estimulado por la curiosidad, en las inmediaciones de la sala en que hablaban Fidel y mi suegro, pude escuchar retazos de lo que decían. (...) Por lo general, el máximo líder acostumbraba anunciar con entusiasmo desbordante algún proyecto: la pronta inauguración de una nueva fábrica de zapatos de plástico, la creación en escasas semanas de un taller para reparar tractores rusos, la aprobación de planos para un instituto que en un futuro no lejano se especializaría en el cultivo de ostras y convertiría a Cuba en el principal exportador mundial del molusco, o el desarrollo de un revolucionario sistema para la construcción de puentes, que permitiría ahorrar hombres y materiales. Era siempre una retahíla de proyectos que algún día se materializarían y cambiarían de raíz la faz de la Revolución. (...)

-Pues a nosotros, a la luz de los análisis, nos parece que es lo más indicado y razonable- solía concluir [Fidel], respondiéndose a sí mismo.

Acostumbraba emplear el plural mayestático, de modo que uno ignoraba si se refería con él a grupos de especialistas y dirigentes políticos o sólo a su propia persona, pero daba lo mismo, porque a través de las palabras que me alcanzaban hasta el jardín quedaba en claro que Fidel no acudía allí para consultar a Cienfuegos, sino para pensar en voz alta, mientras mataba el tiempo para llegar a una sesión en otro lugar, nuevos planes económicos.

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El máximo líder llegó a la planta de gases industriales [e] inauguró la obra afirmando que era fruto del indestructible internacionalismo proletario y que revestía importancia trascendental para la economía cubana. (...) Una hora más tarde, después de haberse enterado de los detalles más nimios e insignificantes sobre el funcionamiento de los equipos y de entregar descabelladas sugerencias a los expertos alemanes e ingenieros cubanos para una explotación eficiente y racional de los recursos, que los cubanos apuntaron en sus libretas con meticulosidad, Fidel se embarcó en su Chaika y se marchó raudo, custodiado por los Alfa Romeo repletos de escoltas de verde olivo, y seguido a mucha distancia por los automóviles de los dirigentes invitados.

En cuanto se asentó la polvareda levantada por la comitiva oficial, y mientras un camión comenzaba a repartirles a los guajiros jugos y panetelas de guayaba, corrí con el doctor Scholl a la nave central, a paralizar la planta. Sólo volvería a funcionar cuando las autoridades cubanas decidieran el destino que le darían a la producción de gases.

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Dos mundos distantes

Los mundos que habitábamos mi mujer, por un lado, y yo, por otro, se distanciaban. Mientras ella comenzaba a insistir con énfasis en los logros de la Revolución y redactaba discursos cada vez más delirantes sobre las ventajas del socialismo y el ejemplo de Cuba para los pueblos del Tercer Mundo, sumiendo en amnesia completa sus vacilaciones de Leipzig y el episodio berlinés, mis compañeros del quinteto me hablaban de las penurias que experimentaban a diario para conseguir los alimentos básicos -pan, leche, carne o verduras- y de sus deseos de que las cosas cambiasen y la existencia se tornase llevadera, diferente, desde luego, a la que conocían y que les exigía sacrificios y renuncias en aras de un socialismo que no prosperaba.

Mis amigos tenían la sensación de habitar en una isla varada en el tiempo, donde, desde que tenían uso de razón, gobernaba el mismo presidente con su partido, se comía el mismo arroz con chícharos, se distribuía el mismo diario, circulaban los mismos carros de siempre, prevalecía la misma moda de camisas con cuatro botones y pantalones estrechos y resonaba por las radios la misma música. Como no fuera la destitución de un ministro o el anuncio de una nueva campaña del pueblo combatiente en contra de algo o alguien, ningún acontecimiento clavaba un hito en la memoria, ni permitía tener la impresión de que el tiempo fluía. (...)

La amistad con un poeta disidente

[Heberto Padilla] vivía atemorizado y cohibido, atento a la más mínima señal oficial que pudiera depararle un cambio en su situación de "tronado", de caído en desgracia. Existían "tronados" a diversos niveles. Los "tronaba" el mismo Fidel. Ministros que terminaban dirigiendo un criadero de puercos, jefes provinciales del partido que pasaban a administrar una bodega, ex embajadores a cargo de una pizzería; en fin, sufrían penas no contempladas en código alguno y que a menudo sólo eran fruto de un berrinche del comandante en jefe. Tras años de humillaciones, años en que sus antiguos amigos y subordinados le rehuían como a la peste, y en que no dejaba de admitir públicamente sus errores y de afirmar que "rectificaría", el tronado podía aspirar a obtener el perdón de Fidel, de modo que el asunto clave consistía en que éste no se olvidara de la existencia del sancionado, porque la amnesia del máximo líder acarreaba la sanción perpetua.

[A Padilla] lo habían encarcelado tres años antes por criticar a la Revolución en círculos intelectuales y en un poemario, Fuera del juego, galardonado con el Premio de la UNEAC, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Sólo una vasta campaña de solidaridad internacional y una autocrítica pública del poeta lograron liberarlo de la cárcel, mas no sacarlo del país, y Padilla despertaba a menudo por las noches bañado en sudor, convencido de que agentes de la seguridad lo aguardaban afuera para conducirlo de nuevo a los calabozos de la antigua Villa Marista, ahora siniestro centro de detención e interrogatorio de la policía.

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La sensación de desamparo que me sobrecogía me persuadió de que la indiscreción no importaba y aproveché para contarle [a Heberto Padilla] que la Jota [Juventud Comunista de Chile] quería reclutarme para el ejército que derrocaría a Pinochet.

Quedó lívido, perplejo y aterrado. (...)

-Sólo voy a decirte que ese sillón que ocupas cada vez que vienes lo han ocupado latinoamericanos que llegaron años atrás con la misma historia que me traes hoy.

-¿Chilenos?

-Latinoamericanos. Eran muchachos jóvenes, bien intencionados e idealistas como tú, que querían combatir por el socialismo en sus patrias. ¿Sabes lo que hacen ahora?

-No.

-Pues se pudren bajo alguna palmera mientras sus líderes recorren las capitales europeas denunciando los horrores de la guerra (...).

-Y si crees que esto del reclutamiento es un asunto secreto -continuó el poeta como si hubiese leído mis pensamientos-, te equivocas. Todo lo que sucede en este país lo saben los servicios secretos de Cuba, la Unión Soviética y Estados Unidos. Así que ese plan de formar soldados para luchar en Chile ya lo debe conocer Pinochet. No te hagas ilusiones.

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Heberto Padilla logró salir finalmente de la isla gracias a que el senador norteamericano Edward Kennedy intercedió por él ante Fidel Castro. Casi durante una década mantuvo el dictador al poeta en cautiverio (...), prohibiéndole publicar en la isla y en el extranjero, viajar a otros países, conversar con la prensa internacional, integrarse a la vida cultural de la isla, hostigándolo de forma regular mediante agentes de la seguridad del Estado.

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Industria

-Ese repuesto tenemos que comprarlo primero en Hamburgo, Alemania capitalista, que es la que nos suministra esas partes -repuso Bernd [un ingeniero de la Alemania comunista]-, y tú sabes que los alemanes occidentales tratan de crearnos dificultades. En una o dos semanas lo tendrán.

-¡Nanija! Esto necesita una solución ahora mismo.

-Imposible (...)

-Hace medio año que no se produce un solo zapato en Cuba -gritó el gerente-. ¿Tú sabes lo que eso significa para el pueblo? (...)

Bernd entendió que el asunto era más delicado de lo que imaginaba. Le pidió al cubano un plazo de tres días para darle una respuesta definitiva y salimos de la oficina entre lo abrazos y parabienes del funcionario.

-¡No sé por qué esta isla no siguió comerciando con Estados Unidos! -reclamó mientras conducía su Wartburg a El Vedado-. Media humanidad tratando de comerciar con Estados Unidos para conseguir su tecnología, y Fidel, en las puertas mismas de Estados Unidos, se encapricha en comprar tractores rusos y conservas rumanas a miles de kilómetros de distancia.

A su juicio, el Mercado Común socialista era una bolsa de gatos, en la que sólo funcionaba la economía alemana oriental. Los planes quinquenales, invento de Stalin, no servían más que para brindarles tiempo a los burócratas para adulterar las cifras oficiales y para que los máximos dirigentes los suscribieran con prosopopeya en cumbres inútiles.

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Regresos y huidas

La ciudad parecía entonces tomada por las "mariposas" [cubanos exiliados autorizados a visitar a sus parientes en la isla], que se reconocían a la legua por su vestimenta colorida, a la moda, el calzado de cuero auténtico, el brillo de la mirada y su alegre desplante. Se les veía en las diplotiendas [reservadas a los extranjeros y donde todo se pagaba en dólares] comprando ropa y carne congelada, latas de conservas y de café, cajas de tabacos y bolsas de azúcar para sus pobres parientes que los aguardaban en la puerta. O bien se les divisaba transportando en taxis televisores y radiocaseteras para los familiares, o tomando el sol junto a la piscina de los hoteles mientras los isleños, a quienes les estaba prohibido el acceso a esos sitios, los contemplaban con arrobo desde la calle. Eran los gusanos, la escoria, los lacayos del imperialismo, los enemigos del progreso social, nuestros enemigos de clase, que ahora, gracias a la nueva política del gobierno, emergían en La Habana disfrutando, con boleto de regreso a Miami en el bolsillo, de todo aquello que a nosotros nos estaba vedado por el sólo hecho de carecer de dólares.

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Poco antes el gobierno había adoptado la decisión suicida de permitir también el éxodo masivo a través del puerto de Mariel. Cientos de miles de cubanos se embarcaban con lo puesto en lanchas y yates que hacían la travesía de ida y vuelta desde Miami y los cayos floridanos. Eran pequeñas embarcaciones que se aproximaban a la costa y retornaban al Norte atestadas de pasajeros. La isla parecía al garete, ya nadie trabajaba; mientras algunos se iban para siempre, otros participaban en las manifestaciones revolucionarias. De la noche a la mañana se vaciaban casas y apartamentos, empleados no regresaban a sus escritorios, médicos desaparecían del pabellón de operaciones y cursos enteros se quedaban sin maestro. Todos corrían al Mariel. De pronto hasta los más radicales de la brigada, los más activos del CDR [Comités de Defensa de la Revolución] o de la FMC [Federación de Mujeres Cubanas], los más fidelistas del sindicato, emprendían las de Villadiego hacia el Norte brutal y revuelto.

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Se publica por cortesía de Editorial Norma

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